Durtante largo tiempo el noble Sigmar
reinó entre su gente, y los orcos
no se atrevieron a entrar en su reino.
A cada jefe y a cada tribu,
Sigmar el Sabio les entregó tierras.
Encargó a Alaric el Enano
que forjase, con toda su habilidad,
doce espadas, una para cada jefe.
El santo Sigmar ordenó a cada uno
blandirla para defender la justicia y a su gente
y que juraran luchar uno por el otro
en indivisible unidad.
Así fue como el salón de gobierno de cada jefe
se convirtió en una fortaleza
en el reino de los hombres.
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